Semos valientes

La semana pasada ha sido muy manido el tema de la agresión de un joven catalán a una adolescente ecuatoriana en un vagón ferroviario. Ante el estupor que contagian las imágenes, mis amigos los periodistas no han querido hacer menos que alimentar un fuego que ha avivado la sed de justicia de venganza del pueblo hispano (español y de ultramar). He de confesar que el ataque me pareció bestial. Supongo que como a todos, el puntapié me dio escalofrí­os, solo pensando que se aplicó en el rostro de una joven desprevenida (si bien no debió de ser tanto como pareció, porque si no a la ví­ctima le faltarí­an varias piezas dentales):

Agresión a una adolescente ecuatoriana

Si hay algún «letrado» en la sala, podrá mejor que yo explicar todo lo que sea menester sobre este hecho, yo paso. Este chaval, no teniendo en cuenta los problemas que traiga de serie, mereció, en caliente, que le tocaran la cara. Sin embargo, no versará directamente sobre él lo que escribiré, sino del tercero en discordia. La segunda ví­ctima —o tercera, según se mire— de este suceso. Otro joven, éste argentino, que presenció la escena sin apenas inmutarse, sin realizar ningún tipo de defensa de la chica ni de ofensa al chico. Para mucha gente se quedó tan pancho. Pues bien, esto es una de las notas que han aparecido sobre el pibe:

El testigo de la agresión sufre insultos de sus vecinos

A uno le da por pensar que España es ahora un paí­s de valientes, de damas y caballeros que dan todo por ayudar a sus paisanos; conocidos en todo el mundo por derrochar arrojo y generosidad para con los demás, vaya. ¡Sí­ señor! Me se saltan las lágrimas. Ante esa situación tan violenta, yo creo que casi todos, incluso yo, sentirí­amos unas ganas increí­bles de llevar bajo los pantalones el traje de superhéroe —con los calzoncillos por fuera— y defender a aquesta doncella de la manera que la situación demandare, como en tiempos de Sancho. Es más, se hace imperativa la utilización del antifaz —póntelo, pónselo— no vaya a ser que no suprimamos al tipo y luego nos vaya a reconocer.

Sin embargo, el progreso manda y en la época de los teléfonos móviles no hay cabinas para todos y es más seguro permanecer sentados. Y es que a falta de capas, buenas son placas; pero esas no se las dan a cualquiera, y la gente como usted o como yo ha transferido las competencias para estas andanzas a la Administración, lo quiera o no. Serí­a, digamos, contradictorio que en un sitio en el que te puedes meter en un lí­o gordo, muy gordo, si se te ocurre intentar defender tu cartera o tu vida ante un chorizo, un gilipollas o un violador (suponiendo que eres tí­o, si eres tí­a creo que te dejan insultar), te pitaran «denegación de auxilio» por no sacudirle un mamporro a nuestro amigo el pegachicas. Y eso sin tener en cuenta que puede que el presunto delincuente sea más bestia que tú y acabes en urgencias o en la morgue.

Además, existe el concepto de proporcionalidad:

Su Señorí­a: «Si la ví­ctima le ha tocado una pupu a la chica, la reacción del acusado no deberí­a haber ido más allá de tocarle una pupu al defendido, no luxarle un brazo. Son cien mil, ¡y que le pida perdón!».

Ciudadano: «Vale, la próxima vez que la defienda Rita». «¿Aceptan 4B?»

Recomendación: aprenda usted Wing-Tsun y rece para no tener que utilizarlo. Para todo lo demás, uno-uno-dos.

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