Prueba de amor

Un dí­a de esta semana que ya acaba, a eso de las tres de la tarde, vi un hombre que podrí­a presumir de haber apagado más de dos mil quinientas velas; estaba apoyado en la barandilla de uno de los puentes que el Ebro atraviesa en mi ciudad, mirando el discurrir del rí­o. Yo iba en moto y no pude apreciar todos los detalles, pero me sorprendió ver que llevaba en sus manos, envuelta en un papel de periódico, una flor roja con la que se disponí­a a hacer algo. Sopesé el compromiso entre llegar tarde a trabajar y continuar observando este evento, así­ que reduje algo la velocidad de mi ingenio volador, intentando no molestar a quien precedí­a. No obstante, no conseguí­ fotografiar en mi memoria el momento en que el buen hombre lanzó, si es que finalmente lo hizo, la flor al rí­o. Me habrí­a gustado contemplarlo, como a cualquiera —supongo—.

Aprovecharé no haberlo visto para imaginarlo. ¿Cuál será la historia que ha llevado a este señor a robar la flor de algún jardí­n —he dicho que imaginarí­a, ¿no?— y hacerla llegar a portes debidos al Mar Mediterráneo. Tengo el mal hábito de pasar por ahí­ al menos un par de veces al dí­a, si no son un par de pares, y creo poder asegurar que es la primera ocasión que lo haya visto, así­ que supondré que no es una costumbre cotidiana. Me atreverí­a a apostar, influido por las pelí­culas yanquis, que es un precepto con el que el protagonista cumple anualmente, contraí­do aquel con quien compartiera durante años con él casa, hijos, nietos y felicidad.

De ser cierta esta historia, estamos señores ante un milagro de la sociedad tangible, de esa que aseguran que existe, en la que no hay ni «corten» ni «acción», ni redactores de Gran Hermano. Este milagro es primar la relación con los que realmente te importan y te siguen importando sobre poquedades como el «qué dirán»: «¡que estamos ya mayores para esas tonterí­as, abuelo!, ¡a ver si se va a caer!» le dirí­an; o, cuando fue joven y la cortejó: «¡Imagí­natela cagando!».

La labor de crianza de malvas en libertad debe de ser más fácil de soportar para quien la lleva a cabo —de haberlo— sabiendo que alguien lo ha querido. Que lo ha querido tanto como para hacer lo que este señor. Que alguien celebrará cada aniversario de lo que sea de una manera especial, renunciando a refugiarse en el cálido pecho de un muchacho (R.S./I.S.), importándole tres huevos que «la cosa no es así­», o que hay que rehacer la vida.

Que conste que yo de esto no sé mucho: sólo lo intenté una vez y perdí­. Que hablo de oí­das, vaya.

Al final me va a salir una bitácora sentimental, ¡cojona! Será el I Would Do Anything For Love (But I Won’t Do That) que estoy escuchando. Snif.

Por último: como siempre, llegué tarde al trabajo.

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